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LOS ZAPATOS BLANCOS Walter Bellolio (Guayaquil. 1930 - 1974)

  • Foto del escritor: Ramiro Aguilar
    Ramiro Aguilar
  • 18 may 2017
  • 9 Min. de lectura

Si no puedo habitar la tierra con los pies desnudos,

usaré zapatos blancos

Hasta el momento no he logrado descifrar la personalidad de Ludgardo. Creo que él tampoco. Es una especie de desilusión muerta de risa. Y por eso es que, cuando vomita, lo salpica todo de carcajadas verdes.

- ¿Qué pasó, pues, con tu camarada Jefe? Lo han expulsado del Partido.

- ¿Qué pasó? Nada. Asuntos internos, supongo.

- ¿Cómo que "nada"? ¿Ignoras por qué lo expulsaron?

- Yo soy hombre de las bases...

- Pues, sabrás. Parece que el dinero...

- ¿Cuál?

- ... que le enviaban de Hellgrado...

- Sigue.

- ...ha estado invirtiéndolo...

- ¿En qué?

- ...en construirse...

- ¿Qué?

-... ¡un edificio rentero!! ¡Ja y ja y ja! ¿Qué tal, camarada de las bases?

Dicho el vómito, Ludgardo se alejó, regocijadamente. Yo me quedé paralizado, verde, analizando la carcajada. Y luego, espectador intempestivo de mi propia vida. El camarada Jefe me había enseñado la doctrina. El camarada Jefe me había enseñado lo que hacer. Repartir las volantes. Pegar las propagandas. Recoger las firmas. Firmar. Firmar. Recoger las firmas. Quince años. Pegar las propagandas. Quince años. Repartir las volantes. Quince años. La sapiencia magnánima del camarada Jefe. Yo. Su amor sacrificado por las masas populares. Yo. Su desapego a los bienes materiales. Yo. La Revolución. El camarada Jefe. Yo. La sangre roja congelada dentro de mis surcos. Y el vergonzoso asombro de saberme de pronto, mentecato.

- ¿Qué piensas hacer?

- ¿Qué pienso hacer?...

Habité. Evité a Ludgardo. Me quedé. No fui.

Pocos días después, en el mismo septiembre, en clase de literatura, el muchacho flacuchento me latigueó la pregunta:

- Profesor, ¿por qué se los llama "nadaístas"?

El malhadado muchacho, flacuchento, usador de anteojos, despeinado.

-¿Cómo?

- Que por qué se los llama nadaístas.

- Bueno... este...

- Sin poder responder, en mi garganta. Sonrisas juveniles desafiándome sobre todos los pupitres. Y la campana de final de clases, como Pilatos.

- ¿Que por qué? Pues...

Mis puntos suspensivos fueron reguero de pólvora. El rector se enteró. Los demás profesores se enteraron. El portero se enteró. ¿Que por qué se los llama "nadaístas"? ¡Fuera el diablo a saberlo! Yo no lo sabía. Había oído el término, eso sí. Lo había dicho, eso también. Pero, de saber su porqué, no lo sabía. Yo era un profesor de cuadros sinópticos. Mejor, yo necesitaba el sueldo. Y aún no se habían impreso cuadros sinópticos sobre "nadaísmo". Y me habían latigueado la pregunta. Y me habían descubierto sin la respuesta. Y yo debí reconocer, para mí mismo, que era un farsante.

- Señor, sucede que los alumnos ya no lo respetan...

- Comprendo.

Viejo, huérfano, con corazón dolido, dejé el colegio y corrí a casa de mi novia Ofelia. A contarle mis seiscientos sucres menos mensuales. Al consuelo. A la mano. A la ternura. A la madre. Sí, a la madre.

- ¡Ya no lo aguanto más! ¡Ya no!

- La señora María, madre de mi novia Ofelia, agitó su iracundia a grandes trancos, vueltas y revueltas, dentro de la sala.

- ¡No, no y no!

- Señora...

- ¿Es que le parece poco? ¡Venirnos ahora conque lo han botado del colegio...!

- Es una empresa privada, usted sabe...

- ¡Yo no sé nada! Mejor dicho, sí sé. Y se lo voy a decir. Sé que ya son cinco años, señor mío. ¿Hasta cuándo va a esperar esta pobre chica?

- ...Bueno...

-¿Qué mismo es lo que Ud. se ha creído? Ni que mi hija fuera un adefesio. Ni que fuera una zarrapastrosa. ¡Perdiendo su tiempo! ¡Perdiendo su juventud!

- Ya encontraré otro empleo...

- ¿Otro empleo? ¡No me haga reír! ¿Cuándo? ¡Hecho el intelectual! ¡Hecho el político...! ¡Hecho el revolucionario...! ¿Cuándo va a conseguir un trabajo decente?

A decir la verdad, ¿Cuándo? Me tenía en lista la Embajada Gringa. El Consulado Gringo. El Adjunto Gringo. La "Standard A." La "Standard B.". La "Standard C." Y, cuando eso sucede, no puede conseguir un trabajo, de los decentes. Lo cual es un hecho de lo más standard.

- Usted no pasa de ser un vago.

- ¡Señora...!

- Veamos, ¿qué sabe hacer?, ¿qué sabe hacer? Nada. Repartir volantes. ¡Valiente payasada!

- ¡No le permito...!

- ¡Tiene que permitir! ¡Cuánto no le ha permitido mi pobre hija! ¡Cuánto no le ha soportado! Ya, que preso. Ya, que escondido. Ya, que fugitivo. ¡Comunista...!

- La lucha...

- ¿Acaso es usted una criatura para andar en triquitraques? Ya va a tener cuarenta años.

Ciertamente, también. Y mi edad no le importaba un comino a ninguna Central del mundo.

- El asunto es claro. Si no puede darle un hogar a mi hija, pues, déjela; déjela que busque otro destino.

- Cuando se ama...

- ¡Que amor ni que pan caliente! ¡No quiero verlo más en esta casa! ¡Se me va! ¡Ya! ¡Inmediatamente!

Miré con ansiedad a Ofelia. Yo confiaba en ella. Yo confiaba. E imaginé que el cariño rompería su complicidad de silencio.

- ¿Vienes?

Ofelia descolgó sus pestañas ruborosamente. Entonces, comprendí que estaba por la moción. Y no me quedó otra cosa que bajar las escaleras, vejado, dolorido, más huérfano que nunca. Con mil ochocientos veintitrés días de romance trastabillando en los escalones. Y un beso que quería dar y no sabía en qué boca.

Calles adentro, deambule conmigo largo rato. Conmigo, mentecato. Conmigo farsante. Conmigo, desamado. Con las penas columpiándose en mi simple corazón de hombre de las bases. Todas las penas juntas. De golpe. A peso muerto. Mucho, para un pobre corazón de hombre de las bases. Demasiado. Y el vaivén de las enloquecidas trapecistas me llevó a pensar en barbitúricos. En percutores. Y en sogas. Felizmente los pensamientos se me diluyeron en lágrimas. Más lágrimas. Más. Y fueron necesarias las gafas oscuras para sustentar mi hombría.

Sentado en la butaca, apenas percibía el trajinar del lustrabotas. Extraño. En vez de cometer suicidio, me hacía limpiar los zapatos. ¿De qué sirve el brillo del calzado a un mentecato? Las gentes pasaban. ¿De qué sirve el brillo del calzado en un farsante? El viento pasaba. ¿De qué sirve el brillo del calzado a un desamado? Hasta la humedad de mis ojos ya pasaba. Menos, un colega ser humano. No, un camarada, no. No, un profesor, tampoco. No, un pariente, peor. Otro ser humano. Otro. Una red para la trapecista de mi carpa.

- ¡Hola!

Sentí que me halaban de la chaqueta.

- ¡Hola!

- ¡Ah...! ¿Qué tal Silvia? - Respondí desabridamente.

- Pues, allí. ¿Qué haces?

- Lustrándome el calzado-

- Ya veo.

- ¿Y tú? - Pregunté sin pensar, automáticamente, fastidiado.

- De compras.

- ¿De compras?

- Sí. He de comprarme zapatos.

- ¿Zapatos?

- Sí, zapatos. ¿Me acompañas?

- ¿Cómo dices?

- ¡QUE ME ACOMPAÑES!

Nunca antes había reparado mayormente en Silvia. Ni siquiera recordaba su apellido. Unos cuantos encuentros en reuniones de amigos y nada más. También es cierto que Silvia era más bien flacucha, más bien sin gracia alguna, más bien cero a la izquierda.

- ¿Que te acompañe?

- ¡Sí, vamos!

Me tomó del brazo autoritariamente. Y, festejando con risas el abuso, me internó en los portales, arrastrándome tras ella.

- ¿Sabes? Soy pésima compradora de zapatos.

- Ajá.

- Bueno, con lo que puedo pagar...

- ¡Oh...!

- Es que en un par de zapatos finos se me iría todo el sueldo.

- ¿Tan poco ganas?

- ¿Y qué hacer? Con la escasez de trabajo... ¡Entremos aquí!

Entramos. Preguntó. Salimos.

- ¡Qué caros, Madre Santa!

- ¿Y en qué trabajas, Silvia?

- ¿Yo? Soy secretaría de un abogado.

- ¡Ah...!

- Tú verás, es un abogado "saca presos". No puede, pues, pagar mucho. ¡El viejo sátiro!

- ¿Sátiro...?

- ¡Oh, es decir! Es que le ha dado por andar pellizcándome las... ¿Cómo diré?... Tú sabes...

- ¿Y?

- Y, pues, los pellizcones o el empleo, ¿no? Además, es un buen hombre. Son cosas de la edad.

- No me parece.

- Si lo vieras, te reirías. Cuando a noto a tiempo sus intenciones, comienzo a dar vueltas alrededor del escritorio. Y el veterano, corre que te corre. ¡Ja, ja! ¡Pobre! Te juro que me da pena hacerle eso. ¡Se lo ve tan ridículo! Pero...

- Yo creo que...

- ¡Ven, preguntemos aquí!

- El abuso. Sí, señor, el abuso. Por un miserable serio no había derecho a pellizcar a nadie. ¡Ni por ningún sueldo! ¡Y, peor, a una humilde muchacha! ¡El dinero, el dinero, el dinero...!

- ¡Tan caro como los otros! Vamos.

Posiblemente, ni siquiera la tenía afiliada al Seguro Social.

- ¿Y lo saben tus padres?

- ¿Mis padres? ¡Ellos...! Para qué amargarles más la vida.

-¡Oh...!

- Sabrás, papá ha perdido la vista y ya no puede trabajar.

- Lo lamento, créemelo. - (la pésima organización socio-económico, ¡caramba!)

- Sí, es lamentable. Además, debido a su edad... pues... ya no... pues... ¡tú comprendes!

- ¡Ah...!

- Mamá aún está joven... se alborota, como quien dice. Y el dueño de la casa en que vivimos... bueno, ya puedes imaginarte. Mi padre no ve; pero, oye.

(La propiedad en manos de unos pocos, ¡carajo!)

- Y... ¿oye?

- Se hace el que no oye.

- Entiendo.

- ¿Está bien? ¿Está mal? No sé. No sé. No intento juzgarlos. Son mis padres y los quiero mucho.

- Es natural.

- Aunque debería vivir resentida con ellos. Soy su piedra de toque.

- ¿Piedra de toque?

- Sí. Me mortifican porque no me he casado ni tengo perspectivas de hacerlo; creen que estoy esperando al Príncipe Azul; dicen que hasta cuándo tendrán que ver por mí...

- Es injusto.

- ¿Y qué puedo yo hacer con esta facha que Dios me ha dado?

- Bueno...

- No tienes que mentir. Ven probemos aquí.

Poco a poco habíamos ido alejándonos del centro de la ciudad en busca de precios más bajos. ¿Qué Silvia era fea? La verdad, sí. Pero, no me gustó oírselo decir por incómodo. Triste. Cruel.

- No hay caso, voy a quedarme sin zapatos. Y, lo grave, es que tengo una fiesta esta noche.

- ¿Sí? ¿En dónde?

- En casa de alto copete... ¡Újule! No me mires así. En realidad, no es que yo esté invitada.

- ¿Entonces?

- Ocurre que mamá está enferma y he de reemplazarla.

- ¿En qué?

- Pues, en la fiesta, ayudando a atender.

- ¡Ah!

- La señora de la casa es madrina de mamá...

- Ya entiendo.

- Menos mal.

- ¿Y esperas divertirte?

- Mira, en esas fiestas se come delicioso, indiscutiblemente. Hay orquesta. Se ven modas preciosas. Joyas. Gentes elegantísimas y perfumadas. ¡Y se oye cada chisme...! ¡Ja, ja, ja!

Sonreí.

- Pero, si no consigo zapatos...

- ¿Qué puedes hacer?

- ... ¡Ya sé! ¡Vamos a la plaza del mercado!

Y fuimos. Entusiastamente. En busca de zapatos, a pesar de todo. Como dos niños retrasados a la función de circo. Rápido, sin mis pesares. Rápido, sin los de Silvia. Rápido, porque ya eran como las seis de la tarde. Los puestos de ventas se extendían profusamente, unos junto a otros, exhibiendo su heterogénea existencia de zapatos. De hombre. De mujer. De lona. De cuero. Con tacones. Sin tacones.

- ¡Venga, escoja los que le gusten señorita!

- Primero, el precio.

- Según ellos.

- A ver... a ver... ¡ésos!

- ¿Los negros?

- No, los blancos.

- Para usted, cuarenta sucres.

- ¡Uuuuy! ¡Qué caros!

- ¿Cuánto da?

- Treinta.

- No puedo. Treinta y ocho.

- Treinta y cinco.

- ¡Llévelos!

- Antes me los pruebo ¿no?

- ¡Claro, señorita!

Silvia desnudó sus pies. Sus rosados y pequeños pies. Sin rasguños, sin ampollas, sin venas en relieve. Con los dedos en perfecto orden de estatura. Pies rosados. Finos. Tersos. Como si no hubieran caminado nunca. Exonerados de la seda y del esmalte. Naturales. Gentiles, allí sobre la tierra.

- ¿Te gustan?

-¡Adorables!

- ¡Antipático! Te estás burlando. Anda, di, ¿te gustan?

Desde luego, Silvia se refería a los zapatos. Yo, visiblemente emocionado, insistí en mi afirmación. Pícaro, ágil, rápido, el vendedor envolvió la mercancía en viejas hojas de diario ya leído.

- ¿Por qué blancos? Se ensucian fácilmente...

- Todo lo blanco se ensucia.

- ¿Y entonces...?

- Pueden limpiarse, ¿no?

- Tienes razón. Pueden limpiarse.

- Vamos.

Como si algo y todo hubiese sido dicho. Como si algo y todo hubiese sido sentido. De la plaza del mercado hacia el oeste, rumbo del sol caminamos. Caminamos juntos, sin preguntarnos adónde. Nos cogimos de las manos, sin preguntarnos por qué. Íbamos felices, sin preguntarnos hasta cuándo. El viento fresco y obscuro se impuso al orden de nuestras cabelleras. Y presentí mi frente con vigor de quilla al infinito. Silvia aprisionaba con el brazo libre los zapatos blancos, mientras sus sonrientes ojos contemplaban, regocijados, mi estatura.

- ¿A qué hora irás a la fiesta?

- ¿Por qué preguntas?

- Quisiera que no vayas.

- No iré.

El viejo don Samuel, dueño de la zapatería, me ha tomado afecto. Dice que soy honrado y que administro con buena fe el negocito. Yo le he explicado muchas cosas que él ignoraba; don Samuel, en respuesta ha aumentado el salario a sus obreros y los ha afiliado al Seguro Social. Por eso lo nombré padrino de mi hijo. Porque es un hombre bueno. Y porque así lo quiso Silvia. Mi esposa Silvia murió hace seis meses, víctima de cáncer. No estoy triste. Puso la lívida palma de su mano bajo mi llanto y se apagó como el final de una sonrisa. No estoy triste. He heredado su alegría de vivir. Y estas calles. Y estas gentes. Y estas vitrinas llenas de zapatos en que saludo su amistad cada mañana. Aún me duelen los canallas y me seguirán doliendo. Más, espero. Espero. Mientras, no estoy triste, no. Tengo que preparar a mi hijo para recibir la aurora en apoteosis. Y eso no me deja tiempo para llorar tristezas. Trabajo. Vivo. Y sólo me hace falta la desnuda tibieza de los pies de Silvia, a media noche.

Nota: Este cuento fue publicado en 1968, en el libro La Sonrisa y la Ira, Guayaquil. Casa de la Cultura Ecuatoriana; y consta en el libro Cuento Ecuatoriano Contemporáneo Tomo I, Biblioteca de Autores Ecuatorianos Editorial Ariel, con estudio introductorio de Hernán Rodríguez Castelo.

 
 
 

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